EL SERMÓN DE LA MONTAÑA

 

    Después de haber elegido a su Apóstoles, Jesús se paró en una llanura junto a los discípulos y una gran multitud de pueblos que habían venido para oírle y para ser curados de sus dolencias. Los evangelistas no se cansan de repetir que los enfermos se esforzaban en tocar a Jesús, tanto para demostrarnos con que familiar condescendencia dejaba que se le acercasen, como para designar en su cuerpo sagrado el remedio por excelencia para todos los males del alma y del cuerpo.

  El gentío era enorme, Jesús subió a una montaña y se sentó; y fijando los ojos con complacencia en sus discípulos, dijo:

 “¡Oh, pobres, bienaventurados sois porque el reino de los cielos os pertenece! Para merecer la divina promesa que Jesús les hace, “ no tengas nada, ni desees más de lo necesario.”, dice San Bernardo ¿Pero en dónde fijar el límite de lo necesario? Cuanto más quieras parecerte a Jesús  pobre, menos cosas hallarás que son necesarias a tu posición.

“Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra".Esta bienaventuranza tiene una estrecha unión con la precedente, pues el pobre tiene necesariamente que ser manso para soportar la pobreza y los desprecios que esta pueda ocasionarle. La verdadera mansedumbre reprime en el fondo del alma todos los ímpetus de cólera y rabia, y al exterior toda señal de impaciencia cuando el corazón está sufriendo o cuando nuestro amor propio ha sido resentido. “Aprended de mí que soy manso”.

“Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. Cuando un alma ha llegado al menosprecio del mundo, con el espíritu de pobreza, a la tranquilidad con la mansedumbre, viendo que en la tierra todo es vanidad y aflicción de espíritu, llora su destierro y sus faltas. Nuestras lágrimas atraen hacia nosotros la misericordia divina.. Aquí una lágrima unida a la sangre de Jesús apaga las llamas del infierno, en cambio en la eternidad, todo un océano de lágrimas no extinguirá ni una sola chispa (del infierno). Acepta en espíritu de penitencia los dolores que te hacen con frecuencia verter lágrimas, y deja a Jesucristo, que te ama, el consuelo, suavísimo a su corazón, de enjugarlas.

"Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos". El deseo de la justicia, es el primero paso en el camino de la perfección. La justicia consiste en llenar uno sus deberes para con Dios, para con el prójimo y para consigo mismo. La verdad y la justicia, he aquí el pan que debes dar a tu alma llevando una vida seria y abundante en buenas obras. Pero este pan desciende también del cielo: desde la mañana colócate ante Dios en la actitud del mendigo que implora el alimento necesario para su vida. Mira tu flaqueza para pedir con fervor. Cada uno recibe el pan espiritual según la medida de sus deseos; y si de él experimentas gran hambre te dispondrá a comer más santamente el pan sagrado  de la Eucaristía. Ten, pues, esta hambre y sed de la justicia que debe sentir un verdadero cristiano, porque la caridad no tiene límites y Jesucristo solo puede saciar completamente nuestro corazón, ávido del bien infinito.

"Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia". Esta palabra es en todo conforme al Corazón de Jesús, tan compasivo en nuestras miserias y tan indulgente en nuestras faltas. La práctica de esta palabra llena de encanto el trato con el prójimo. Dispones a hacer servicio a aquellos de quienes tenemos alguna queja y a recibirlas con benevolencia. Analiza si realmente te esfuerzas por lograr esta caridad llena de sencillez, que deja a nuestras obras libres de todo egoísmo y resentimiento. Acuérdate que Nuestro Señor dice: “Quiero mejor la misericordia que el sacrificio”. Cada vez que logras vencer una antipatía natural o perdonar un mal proceder, harás un acto mucho más meritorio que una limosna material.

"Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios". Un corazón puro es el que más perfectamente se asemeja a Dios, por ello también se le promete la visión divina. Cuanto más pura es un alma, más estrechamente se une a ella desde esta vida Nuestro Señor y en el cielo conocerá más claramente la Esencia Divina. Teme todo cuanto pueda empañar la pureza del corazón, sobre todo el pecado y esas aficiones imperfectas que lo llenan de polvo. Vela por la pureza de la inteligencia que es la mirada del corazón. Ama todo lo que guarda la pureza interior; la oración, el alejamiento del mundo, la presencia de Dios. Así, será tu corazón para Jesucristo, un cielo, en que habitará por su gracia y más directamente en la Sagrada Comunión.

"Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios". La paz conservada con la rectitud de la voluntad es la compañera de la pureza; ésta no se obtiene más que con el perdón de los pecados, porque es una consecuencia de la justicia. El gran secreto para gozar de paz es el no separar uno su voluntad de la de Dios y complacerse en lo que permite (hágase su voluntad). Practica las virtudes que conservan la paz (humildad, mansedumbre, abnegación, el silencio), acordándote que hay que preferir el bien del prójimo a nuestro gusto. “Aquellos que son conducidos por el espíritu de Dios, son hijos de Dios”, dice San Pablo, porque el Espíritu Santo, que es amor, es lazo de unión y paz entre los hombres. Tu corazón será su asilo si grabas en él los sentimientos de Nuestro Señor, que es “la paz misma” dice el Apóstol. El demonio se esfuerza de mil modos en robarnos la paz, porque conoce mejor que nosotros sus ventajas.

"Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos". No basta procurar obrar bien, sino que hay que padecer bien para parecerse a Jesús crucificado. Ten presente que el alma que no es probada, carece del sello de la predestinación, que es la paciencia y la perseverancia. Desconfía de los aplausos y duda del mérito de tus virtudes. Piensa que todas tus tribulaciones han pasado primero por el corazón de Jesucristo. Cada prueba es una partecita de su cruz que Nuestro Señor te da para que la lleves y que Él mismo te ayuda a sostener. No trates de aligerar su peso, y piensa que si este árbol precioso no te santifica bajo su sombra en esta vida, en la otra servirá para que tu alma arda y así se purifique. Pide a Nuestro Señor el hacer un santo uso de tus cruces cotidianas.

  "Que vuestra luz brille delante de los hombres para que vean vuestras buenas obras". Este precepto de edificar al prójimo con una vida verdaderamente cristiana, a todos nos obliga. Tu conducta debe servir de modelo a los demás. No es suficiente el que obres bien, es necesario inducir también a los otros a la virtud para contribuir con todas las fuerzas a la gloria y al reinado de Dios sobre la tierra.

 "Guárdate de hacer tus acciones para ser visto de los hombres de otro modo no os recompensará vuestro Padre Celestial". Jesús nos prohíbe el buscar la estima y aprobación de los hombres, porque es una usurpación de la gloria que es de Dios. Ten cuidado con la vanidad, porque la obra en sí más excelente que hicieras con el fin de ser estimado quedaría eternamente perdida para ti. Aquel que en todas sus cosas se propone el agradar a Dios, no puede, por un temor excesivo a la vanidad, abstenerse de dar ejemplo; por más que haga no podrá sustraerse enteramente a las miradas de los hombres. Sería pagar bien caro el gusto de oír las propias alabanzas, si éstas se compran al precio de la recompensa eterna.

 "Sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto". El cristiano por el bautismo está obligado a aspirar a la perfección, lo está aún mas en virtud del sacramento de la confirmación. Al prescribirnos que elevamos los ojos a Dios mismo, Jesucristo no quiere que nos contentemos con una mediana santidad. Primero huye de todo pecado mortal y aún de todo pecado venial involuntario, por pequeño e insignificante que parezca; segundo, haz cada una de tus acciones, para que sean perfectas con pureza de intención y persevera con firmeza en tus santas resoluciones, por último procura por medio de la fe y del amor elevarte sobre todas las cosas creadas. Y que obligación tenemos de tender a la perfección, cuando estamos recibiendo en la sagrada hostia, la perfección de Nuestro Señor Jesucristo. Desde el fondo de tu corazón te repite así como desde su trono eucarístico: “ Sé perfecto como mi Padre Celestial es perfecto.” Adora en la Eucaristía a Jesús, el modelo de todas las virtudes. Pídele que nunca cuentes los sacrificios que le haces, puesto que Él multiplica los suyos para procurarte la dicha de comulgar.

"Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos". La justicia es una virtud íntegra, que consiste en dar a Dios y a los hombres lo que les pertenece. La carencia de ésta, excluye del cielo. Examina tus intenciones, que son el alma de tus acciones. Pequeñas o grandes, nuestras acciones no valen ante Dios; nuestras intenciones tan solo las hacen buenas o malas. Cuán de temer es, por lo tanto, que muchas de nuestras acciones, aunque buenas en la apariencia no sean justas a los ojos de Dios que lee en el fondo de los corazones. Cada uno de nosotros debe llegar a la justicia propia de su estado, que no es otra sino el grado de perfección conforme a la vocación a que hemos sido llamados. Reza para obtener la gracia de adquirirla. Para elevar la justicia cristiana, muy por encima de la justicia natural que el hombre puede conseguir por la razón, Jesús quiere que seamos justos para con Dios, para con el prójimo y para con nosotros mismos. Cada una de nuestras acciones debe expresar nuestra entera sumisión de corazón, entendimiento y voluntad a Dios Nuestro Señor.

Esta sumisión debe ser tan completa, que en cada cosa u acontecimiento que ocurra lo aceptemos como la visible expresión de su derecho sobre nosotros. Seremos justos para con el prójimo. Deseemos y hagamos a los demás el bien que quisiéramos que a nosotros nos hiciesen. Seremos justos para con nosotros mismos, sujetando nuestros sentidos al espíritu y teniendo sometidas nuestras potencias a voluntad de Dios. Tan solo Jesucristo puede ser nuestra justicia y suplir la insuficiencia e imperfección de nuestros actos.

La justicia exige que siendo tú la nada misma, estés siempre disminuido, y sujeto  ante la Majestad Divina: en la Eucaristía, Jesucristo anonadado continuamente en tu nombre delante de su Padre, y en la comunión, unidos a Jesucristo anonadado, rendimos a Dios el homenaje que necesariamente le debemos como criaturas suyas. Además, como somos pecadores, y en expiación de nuestras culpas todo en justicia debe ser inmolado en nosotros (Jesucristo se inmola todos los días en lugar nuestro). La gratitud perfecciona la justicia, pues es justo el dar gloria a Dios por el bien que de Él  recibimos.

Este don de un valor infinito, cuya posesión tenemos y que ofrecemos a Dios, constituye un derecho a toda gracia; Dios es cierto modo se ve forzado por la justicia a escuchar nuestros ruegos. Así, que en el nombre de Jesucristo viviendo en nosotros, tenemos derecho por su santidad y por sus méritos a reclamar el cielo; y Dios viendo en nosotros a Jesucristo está precisado a darnos lo que su Hijo mereció para nosotros. Pide a Nuestro Señor el entender cada vez más y más lo que nos vale la Eucaristía y procura con todo  esmero recoger sus preciosas gracias.

"Más yo os digo: no resistáis al mal, antes si alguno te hiere en la mejilla derecha, presenta también la otra". Aquel que agravia se hace un daño a sí mismo, mientras que con la venganza harías tú a tu alma un mal mucho mayor. Nuestros Señor se declara el defensor de toda causa que se pone en sus manos.

"Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, y rogad por los que os persiguen y os calumnian". Estas palabras no son un mero consejo, sino un mandamiento indispensable que Jesús nos impone bajo pena de incurrir en su desgracia. Habiendo descendido del cielo a la tierra para lavar con su sangre las injurias que de nosotros había recibido. Tiene derecho Nuestro Señor a mandarnos que salgamos al encuentro de la persona que nos hubiere ofendido y que le prestemos servicios. Exige que lejos de desearle mal, le queramos todo bien. Nada apacigua más el resentimiento como el orar por los que lo causan.

El odio es un sentimiento infernal, propios de quienes pertenecen al demonio. No dejes que el resentimiento entre en tu corazón. Reza cuando en ti sientas alguna perturbación, y no permitas jamás a tus labios que expresen aversión o aspereza hacia tu prójimo. Por tanto, si fueres a ofrecer tu ofrenda al altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene alguna cosa contra ti, deja allí la ofrenda y ve a reconciliarte primero con tu hermano. Si has mancillado su reputación con palabras maliciosas, con juicios temerarios, con insinuaciones malévolas, si has apenado a alguna persona con alguna palabra mordaz, estás obligado a reparar estas faltas antes de la Comunión. Jesús te exige que rompas con el espíritu del mundo.

No dejes con o sin razón, haya en el espíritu de tu prójimo ninguna nube contra ti; esfuérzate en restablecer la armonía cristiana entre vuestras almas. Pide a Nuestro Señor repares con prontitud tus faltas contra la caridad, aunque sea a costa de tu amor propio.

 

 

El Sermón de la montaña

Parte II

 

 

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