ORACIÓN DEL BUEN LADRÓN
En la imagen: Jesús conversa con Dimas. San Juan se tapa la cara, la Santísima Virgen mira impotente a su hijo. Santo Domingo abre los brazos y Santo Tomás se encuentra de rodillas
El ladrón político que estaba a la izquierda de Jesús le lanzó una mirada iracunda. Era como si tuviese una secreta querella contra aquel hombre que moría con él. Siguió mirándole con ira por encima del hombro y al fin explotó su rabia. ¿No eres tú el Mesías? – rugió - ¡Pues sálvate y sálvanos a nosotros!
Jesús miró a aquel hombre a quien el sufrimiento había vencido. No dijo nada. El otro ladrón se enderezó sobre los pies ensangrentados, y miró por delante de Jesús para reprender a su amigo: "¿Tampoco tú temes a Dios estando en el mismo tormento?" El mal ladrón se había dejado caer al fondo de la cruz y no le podía escuchar ya: " Además – prosiguió – ,nosotros sufrimos justamente lo que hemos merecido". No obtuvo respuesta. Sólo un gemido de angustia. Entonces inspiró más fuerte antes de dejarse caer otra vez y con humilde impotencia exclamó: "¡Acuérdate de mí, Señor cuando vuelvas en tu gloria!"
El Mesías se incorporó, respiró penosamente y respondió: "¡Hoy estarás conmigo en el Paraíso!"
Reflexión
Acuérdate de mí, le decía desde la cruz el buen ladrón y mereció oír de tu boca aquella respuesta tan consoladora: "Hoy estarás conmigo en el paraíso."
Acuérdate de mí, te diré yo también, acuérdate de mí, Señor que soy una de vuestras amadas ovejas por las que habéis dado vuestra vida. Consuélame también a mí haciéndome conocer que me perdonarás concediéndome un gran dolor de mis pecados. ¡Oh gran Jesús, que te sacrificaste a Ti mismo por el amor de tus criaturas, ten piedad de mí. Yo creo que Tú, Jesús mío habéis muerto crucificado por mí; te suplico que tu sangre divina corra también sobre mí; que me lave de mis pecados, que me abrase en el divino amor, y haga que yo sea todo para Ti. Te amo, Jesús mío; y deseo morir crucificado por Ti, que habéis muerto crucificado por mí.
Oración del Buen Ladrón (San Dimas)
(Muy antigua)
Dios todopoderoso y misericordioso, que perdonas a los pecadores, te suplicamos humildemente que nos permitas alcanzar una verdadera expiación de nuestros pecados y nos des una mirada de bondad igual como tu único Hijo lo hizo con el Buen Ladrón y te acuerdes de nosotros en la gloria eterna igual como Jesús lo prometió. Te lo suplicamos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén. (Esta oración fue traducida de la versión francesa del libro de San Alfonso Ligorio: "Les Plus Belles Priéres" )
Oración del Buen Ladrón (San Dimas)
Oh Padre del cielo, en memoria de San Dimas el buen ladrón, que en su último momento despertó la consciencia del valor que tienen los bienes del cielo, y que rechazó su vida pasada en el final de su vida, te encomendamos con nuestra más sincera suplica, que fortalezcas nuestro corazón, para reconocer el valor que tiene el seguir tu mensaje de Salvación, y despiertes nuestra mente al reconocimiento de las cosas mas valiosas, que son las que tus nos dejaste como herencia. Por Nuestro Señor Jesucristo que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo. Amén
La Santísima Virgen a Marcos Tadeu, Jacareí, Brasil:
" Fuimos aceptados al pie de la Cruz, como familia del agonizante, uno de los ladrones también insultaba a Jesús diciendo:
Tú; ¿no eres el Cristo? Sálvate a Ti mismo y a nosotros también. Pero el otro, Dimas, vio la paciencia de Jesús en soportar tantos insultos, en rezar por sus propios enemigos....
Vio su propia vida llevada sin Dios y pensó: - Este hombre que hasta perdona a sus enemigos, que soporta todo esto, es el Hijo de Dios.
Dimas me miró a los pies de la Cruz y murmuró, pidiéndome que le obtuviese el perdón de Mi Hijo. Miré a Mi Hijo y le pedí que lo perdonara.
Enseguida Dimas respondió al otro ladrón: Tú, estando en los umbrales de la muerte ¿no temes a Dios? Nosotros estamos sufriendo lo que merecemos, pero Jesús nada hizo de malo.... y volviéndose a Mi Hijo le dijo:
- Señor, acuérdate de mi cuando estés en tu Reino.
Jesús le respondió:
En verdad, en verdad Yo te digo, hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
Una inmensa oscuridad envolvió la Tierra, hasta la hora de la muerte de Jesús...
De vez en cuando, escuchábamos truenos y relámpagos.
El espíritu Santo toca el tema de "el Buen Ladrón", leer
Anexo
En el libro "Sobre las siete palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz", San Roberto Belarnimo se refiere también al buen ladrón. El libro se encuentra en "Nuestra Biblioteca"
Vamos a mostrar aquí el capítulo IV:
La segunda palabra o la segunda frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su lado. La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias. Dos ladrones habían sido crucificados junto con el Señor, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos, diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (63). De hecho, San Mateo y San Marcos acusan a ambos ladrones de este pecado, pero es lo más probable que los dos Evangelistas usen el plural para referirse al número singular, según se hace frecuentemente en las Sagradas Escrituras, como observa San Agustín en su trabajo sobre la Armonía de los Evangelios. Así San Pablo, en su Epístola a los Hebreos, dice de los Profetas: «cerraron la boca a los leones… apedreados…, aserrados…; anduvieron errantes cubiertos de pieles de oveja y de cabras» (64). Sin embargo hubo un solo Profeta, Daniel, que cerró la boca a los leones; hubo un solo Profeta, Jeremías, que fue apedreado; hubo un sólo Profeta, Isaías, que fue aserrado. Más aún, ni San Mateo ni San Marcos son tan explícitos con respecto a este punto como San Lucas, que dice de manera muy clara, «Uno de los malhechores colgados le insultaba» (65). Ahora bien, incluso concediendo que los dos vituperaron al Señor, no hay razón para que el mismo hombre no lo haya maldecido en un momento, y en otro haya proclamado sus alabanzas.
Sin embargo, la opinión de los que mantienen que uno de los ladrones blasfemadores se convirtió por la oración del Señor, «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen», contradice manifiestamente la narración evangélica. Pues San Lucas dice que el ladrón recién empezó a blasfemar a Cristo luego de que Él hiciera esta oración; por ello nos vemos conducidos a adoptar la opinión de San Agustín y de San Ambrosio, que dicen que sólo uno de los ladrones lo vituperó, mientras el otro lo glorificó y defendió; y según esta narración el buen ladrón increpó al blasfemador: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (66).
El ladrón fue feliz por su solidaridad con Cristo en la Cruz. Los rayos de la luz Divina que empezaban a penetrar la oscuridad de su alma, lo llevaron a increpar al compañero de su maldad y a convertirlo a una vida mejor; y este es el sentido pleno de su increpación: «Tú, pues, quieres imitar la blasfemia de los judíos, que no han aprendido aún a temer los juicios de Dios, sino que se ufanan de la victoria que creen haber alcanzado al clavar a Cristo a una cruz. Se consideran libres y seguros y no tienen aprensión alguna del castigo. ¿Pero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus enormidades, no temes la justicia vengadora de Dios? ¿Por qué añades tú pecado a pecado?». Luego, procediendo de virtud a virtud, y ayudado por la creciente gracia de Dios, confiesa sus pecados y proclama que Cristo es inocente. «Y nosotros» dice, somos condenados «con razón» a la muerte de cruz, «porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (67).
Finalmente, creciendo aún la luz de la gracia en su alma, añade: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (68). Fue admirable, pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen ladrón. El Apóstol Pedro negó a su Maestro, el ladrón lo confesó, cuando Él estaba clavado en su Cruz. Los discípulos yendo a Emaús dijeron, «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel» (69). El ladrón pide con confianza, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después de su muerte.
¿Quién ha instruido al ladrón en misterios tan profundos? Llama Señor a ese hombre a quien percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no se figuró el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los judíos, sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en el cielo. ¿Quién ha sido su instructor en secretos tan sagrados y sublimes? Nadie, por cierto, a menos que sea el Espíritu de Verdad, que lo esperaba con Sus más dulces bendiciones. Cristo, luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (70). Pero el ladrón milagrosamente previó esto, y confesó que Cristo era Rey en el momento en que no lo rodeaba ninguna semblanza de realeza. Los reyes reinan durante su vida, y cuando cesan de vivir cesan de reinar; el ladrón, sin embargo, proclama en alta voz que Cristo, por medio de su muerte heredaría un reino, que es lo que el Señor significa en la parábola: «Un hombre noble marchó a un país lejano, para recibir la investidura real y volverse» (71).
Nuestro Señor dijo estas palabras un tiempo corto antes de su Pasión para mostrarnos que mediante su muerte Él iría a un país lejano, es decir a otra vida; o en otras palabras, que Él iría al cielo que está muy alejado de la tierra, para recibir un reino grande y eterno, pero que Él volvería en el último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta vida, ya sea con premio o con castigo. Con respecto a este reino, por lo tanto, que Cristo recibiría inmediatamente después de su muerte, el ladrón dijo sabiamente: «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Pero puede preguntarse, ¿no era Cristo nuestro Señor Rey antes de su muerte? Sin lugar a dudas lo era, y por eso los Magos inquirían continuamente: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (72). Y Cristo mismo dijo a Pilato: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (73). Pero Él era Rey en este mundo como un viajero entre extraños, por eso no fue reconocido como Rey sino por unos cuantos, y fue despreciado y mal recibido por la mayoría. Y así, en la parábola que acabamos de citar, dijo que Él iría «a un país lejano, para recibir la investidura real». No dijo que Él la adquiriría por parte de otro, sino que la recibiría como Suya propia, y volvería, y el ladrón observó sabiamente, «cuando vengas con tu Reino». El reino de Cristo no es sinónimo en este pasaje de poder o soberanía real, porque lo ejerció desde el comienzo de acuerdo a estos versículos de los salmos: «Ya tengo yo consagrado a mi rey en Sión mi monte santo» (74). «Dominará de mar a mar, desde el Río hasta los confines de la tierra» (75). E Isaías dice, «Porque una criatura nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Estará el señorío sobre su hombro» (76). Y Jeremías, «Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (77). Y Zacarías, «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna» (78).
Por eso en la parábola de la recepción del reino, Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen ladrón en su petición, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de la servidumbre y de la angustia de los asuntos temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus obras. De este reino de dicha inefable del alma, Cristo gozó desde el momento de su concepción, pero la dicha del cuerpo, que era Suya por derecho, no la gozó actualmente hasta después de su Resurrección. Pues mientras fue un forastero en este valle de lágrimas, estaba sometido a fatigas, a hambre y sed, a lesiones, a heridas, y a la muerte. Pero como su Cuerpo siempre debió ser glorioso, por eso inmediatamente después de la muerte Él entró en el gozo de la gloria que le pertenecía: y en estos términos se refirió a ello después de su Resurrección: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?». Esta gloria que Él llama Suya propia, pues está en su poder hacer a otros partícipes de ella, y por esta razón Él es llamado el «Rey de la gloria» (79) y «Señor de la gloria» (80), y «Rey de Reyes» (81) y Él mismo dice a Sus Apóstoles, «yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros» (82). Él, en verdad, puede recibir gloria y un reino, pero nosotros no podemos conferir ni el uno ni el otro, y estamos invitados a entrar «en el gozo de tu señor» (83) y no en nuestro propio gozo. Este entonces es el reino del cual habló el buen ladrón cuando dijo, «Cuando vengas con tu Reino».
Pero no debemos pasar por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del santo ladrón. Una breve revista de ellas nos preparará para la respuesta de Cristo a la petición; «Señor, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». En primer lugar lo llama Señor, para mostrar que se considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y reconoce que Cristo es su Redentor. Luego añade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza, amor, devoción, y humildad: «Acuérdate de mí». No dice: Acuérdate de mí si puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor, Señor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y compasión. No dice: Deseo, Señor, reinar contigo en tu reino, pues su humildad se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor especial, sino que reza simplemente: «Acuérdate de mí», como si dijera: Todo lo que deseo, Señor, es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu bondad y amor. Es claro por las palabras conclusivas de su oración, «Cuando vengas con tu Reino», que no busca nada perecible y vano, sino que aspira a algo eterno y sublime.
Daremos oído ahora a la respuesta de Cristo: «Amén, yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». La palabra «Amén» era usada por Cristo cada vez que quería hacer un anuncio solemne y serio a Sus seguidores. San Agustín no ha dudado en afirmar que esta palabra era, en boca de nuestro Señor, una suerte de juramento. No podía por cierto ser un juramento, de acuerdo a las palabras de Cristo: «Pues yo digo que no juréis en modo alguno… Sea vuestro lenguaje: “Sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (84). No podemos, por lo tanto, concluir que nuestro Señor realizara un juramento cada vez que usó la palabra Amén. Amén era un término frecuente en sus labios, y algunas veces no sólo precedía sus afirmaciones con Amén, sino con Amén, amén. Así pues la observación de San Agustín de que la palabra Amén no es un juramento, sino una suerte de juramento, es perfectamente justa, porque el sentido de la palabra es verdaderamente: en verdad, y cuando Cristo dice: Verdaderamente os digo, cree seriamente lo que dice, y en consecuencia la expresión tiene casi la misma fuerza que un juramento. Con gran razón, por ello, se dirigió al ladrón diciendo: «Amén, yo te aseguro», esto es, yo te aseguro del modo más solemne que puedo sin hacer un juramento; pues el ladrón podría haberse negado por tres razones a dar crédito a la promesa de Cristo si Él no la hubiera aseverado solemnemente.
En primer lugar, pudiera haberse negado a creer por razón de su indignidad de ser el receptor de un premio tan grande, de un favor tan alto. ¿Pues quién habría podido imaginar que el ladrón sería transferido de pronto de una cruz a un reino?
En segundo lugar podría haberse negado a creer por razón de la persona que hizo la promesa, viendo que Él estaba en ese momento reducido al extremo de la pobreza, debilidad e infortunio, y el ladrón podría por ello haberse argumentado: Si este hombre no puede durante su vida hacer un favor a Sus amigos, ¿cómo va a ser capaz de asistirlos después de su muerte?
Por último, podría haberse negado a creer por razón de la promesa misma. Cristo prometió el Paraíso. Ahora bien, los Judíos interpretaban la palabra Paraíso en referencia al cuerpo y no al alma, pues siempre la usaban en el sentido de un Paraíso terrestre. Si nuestro Señor hubiera querido decir: Este día tú estarás conmigo en un lugar de reposo con Abraham, Isaac, y Jacob, el ladrón podría haberle creído con facilidad; pero como no quiso decir esto, por eso precedió su promesa con esta garantía: «Amén, yo te aseguro».
«Hoy». No dice: Te pondré a Mi Mano Derecha en medio de los justos en el Día del Juicio. Ni dice: Te llevaré a un lugar de descanso luego de algunos años de sufrir en el Purgatorio. Ni tampoco: Te consolaré dentro de algunos meses o días, sino este mismo día, antes que el sol se ponga, pasarás conmigo del patíbulo de la cruz a las delicias del Paraíso. Maravillosa es la liberalidad de Cristo, maravillosa también es la buena fortuna del pecador. San Agustín, en su trabajo sobre el Origen del Alma, considera con San Cipriano que el ladrón puede ser considerado un mártir, y que su alma fue directamente al cielo sin pasar por el Purgatorio. El buen ladrón puede ser llamado mártir porque confesó públicamente a Cristo cuando ni siquiera los Apóstoles se atrevieron a decir una palabra a su favor, y por razón de esta confesión espontánea, la muerte que sufrió en compañía de Cristo mereció un premió tan grande ante Dios como si la hubiera sufrido por el nombre de Cristo. Si nuestro Señor no hubiera hecho otra promesa que: «Hoy estarás conmigo», esto sólo hubiera sido una bendición inefable para el ladrón, pues San Agustín escribe: «¿Dónde puede haber algo malo con Él, y sin Él dónde puede haber algo bueno?». En verdad Cristo no hizo una promesa trivial a los que lo siguen cuando dijo: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (85). Al ladrón, sin embargo, le prometió no sólo su compañía, sino también el Paraíso.
Aunque algunas personas han discutido acerca del sentido de la palabra Paraíso en este texto, no parece haber fundamento para la discusión. Pues es seguro, porque es un artículo de fe, que en el mismo día de su muerte el Cuerpo de Cristo fue colocado en el sepulcro, y su Alma descendió al Limbo, y es igualmente cierto que la palabra Paraíso, ya sea que hablemos del Paraíso celeste o terrestre, no se puede aplicar ni al sepulcro ni al Limbo. No puede aplicarse al sepulcro, pues era un lugar muy triste, la primera morada de los cadáveres, y Cristo fue el único enterrado en el sepulcro: el ladrón fue enterrado en otro lugar. Más aún, las palabras, «estarás conmigo» no se hubieran cumplido, si Cristo hubiera hablado meramente del sepulcro. Tampoco se puede aplicar la palabra Paraíso al Limbo. Pues Paraíso es un jardín de delicias, e incluso en el paraíso terrenal habían flores y frutas, aguas límpidas y una deliciosa suavidad en el aire. En el Paraíso celestial habían delicias sin fin, gloria interminable, y los lugares de los bienaventurados. Pero en el Limbo, donde las almas de los justos estaban detenidas, no había luz, ni alegría, ni placer; no por cierto que estas almas estuviesen sufriendo, pues la esperanza de la redención y la perspectiva de ver a Cristo era sujeto de consuelo y gozo para ellos, pero se mantenían como cautivos en prisión.
Y en este sentido el Apóstol, explicando a los profetas, dice: «Subiendo a la altura, llevó cautivos» (86). Y Zacarías dice: «En cuanto a ti, por la sangre de tu alianza, yo soltaré a tus cautivos de la fosa en la que no hay agua» (87), donde las palabras «tus cautivos» y «la fosa en la que no hay agua» apuntan evidentemente no a lo delicioso del Paraíso sino a la oscuridad de una prisión. Por eso, en la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y ésta es verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino uno espiritual y celestial. Por esta razón, al pedido del ladrón, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino», el Señor no replicó «hoy estarás conmigo» en Mi reino, sino «Estarás conmigo en el Paraíso», porque en ese día Cristo no entró en su reino, y no entró en él hasta el día de su Resurrección, cuando su Cuerpo se volvió inmortal, impasible, glorioso, y ya no era pasible de servidumbre o sujeción alguna. Y no tendrá al buen ladrón como compañero suyo en su reino hasta la resurrección de todos los hombres en el último día. Sin embargo, con gran verdad y propiedad, le dijo: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», pues en este mismo día comunicaría tanto al alma del buen ladrón como a las almas de los santos en el Limbo esa gloria de la visión de Dios que Él había recibido en su concepción; pues ésta es verdadera gloria y felicidad esencial; éste es el gozo supremo del Paraíso celeste.
Debe admirarse también mucho la elección de las palabras utilizadas por Cristo en esta ocasión. No dijo: Hoy estaremos en el Paraíso, sino: «hoy estarás conmigo en el Paraíso», como si quisiera explicarse más extensamente, de la siguiente manera: Este día tú estás conmigo en la Cruz, pero tú no estás conmigo en el Paraíso en el cual estoy con respecto a la parte superior de Mi Alma. Pero en poco tiempo, incluso hoy, tú estarás conmigo, no sólo liberado de los brazos de la cruz, sino abrazado en el seno del Paraíso.
63. Lc 23,39.
64. Hb 11,33.37.
65. Lc 23,39.
66. Lc 23,40.
67. Lc 23,41.
68. Lc 23,42.
69. Lc 24,21.
70. Lc 24,26.
71. Lc 19,12.
72. Mt 2,2.
73. Jn 18,37.
74. Sal 2,6.
75. Sal 72,8.
76. Is 9,5.
77. Jer 23,5.
78. Zac 9,9.
79. Sal 24,8.
80. 1Cor 2,8.
81. Ap 19,16.
82. Lc 22,29.
83. Mt 25,21.
84. Mt 5,34.37.
85. Jn 12,26.
86. Ef 4,8.
87. Zac 9,11.
Nota: El mal ladrón se llamaba Gestas.
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