Y Jesús le dijo:

Toma la cruz que más te acomode

 y ponla sobre tus hombros

 

 

 

 

    Por un escabroso camino que hacía más penoso el calor abrumador del sol del verano, caminaba un peregrino, llevando con pena la cruz de su vida.

    Llegada la noche, se detuvo jadeante y en sus pensamientos decía: Es bien pesada la cruz que Nuestro Señor me ha dado. ¡Ah! Yo sé que todos necesitamos una cruz para de alguna forma asemejarnos a Cristo, pero ésta, la que llevo, me abruma.

 

  ¡Señor!, ¡Señor!, aliviana mi cruz. Te lo suplico. Era tal el cansancio del hombre que se recuesta cerca del camino y un profundo sueño se apodera de él, y de repente se ve rodeado de una gran claridad, Jesucristo se le aparece y con dulzura le dice:

 

  ¿Tu querrías otra cruz que no fuera la tuya?

Oh sí, Señor, yo soy pobre, envejezco y ya no puedo más con esta cruz. Hace sesenta años que camino llevando esta cruz que amo, porque viene de Ti, pero Señor.... 

 

  Ven conmigo hijo mío.

 

 Y se vio ante una inmensa gruta. El Señor le dijo: Ahí están reunidas todas las cruces que en mi misericordia deben abrir a los hombres las puertas del cielo. Deja tu cruz en el umbral, entra y escoge la que mejor te convenga.

 

  El peregrino entra y queda deslumbrado y como asustado al ver tal multitud de cruces llevadas desde el principio del mundo y que deberán llevarse aún hasta el fin de los siglos.

 

  Largo tiempo las examinó; las pesaba, las daba vueltas, se las probaba, las dejaba. Era la cruz del remordimiento, la cruz de la envidia, la cruz de la ingratitud, la cruz de la familia desunida, la cruz de la enfermedad, que paraliza los miembros, que priva del uso de los sentidos, la cruz de los desprecios, de la calumnia, de la ignorancia, la cruz de la traición de los amigos, la cruz del sufrimientos de los que se aman, de los seres queridos fallecidos, la cruz del hijo enfermo, la cruz de la vejez abandonada, la cruz de la pobreza, del desamparo, del hambre. Y a cada una de ellas decía:

-  No, no, esa no.

- ¿Es necesario; Dios mío, que elija una?

 

 Sin cruz en la tierra, no hay corona en el cielo

 

   Y el hombre volvió atrás, examinó nuevamente las cruces y reinició todo el proceso, las miraba, las daba vuelta, se las probaba, y como Jesús le ve desanimado con dulzura mueve su mano y le indica el umbral de la gruta. El peregrino al girarse, ve de inmediato una cruz que le atrae, la levanta y un suspiro de paz se escapa de sus labios.

 

 Pesada parece, pero comparada con las otras que son tan espantosas....¿Puedo tomarla Señor?

Tómala hombre, le dice Jesucristo.

 

 Y tiende el peregrino los brazos para tomarla..... y da un grito: ¡era la suya!, la misma cruz que Dios le había dado en su misericordia. La cruz que él había dejado por pesada. 

 

  Bajo el velo de la leyenda, tu a quién el sufrimiento tan largo, tan penoso, tan humillante, arranca una queja amarga, una murmuración tal vez, mira a Jesucristo, no solamente con su mano bendita indicándote la cruz que debes llevar sino permitiendo que Él paternalmente la coloque sobre tus hombros y que amorosamente la sostenga para que no sientas aún todo su peso. Esta cruz no la llames simplemente una cruz, sino “mi cruz”. Esta ha sido creada para ti, y si supieras con qué precauciones, con qué ternura, con cuántos cuidados, las manos divinas de Jesucristo han reunido todos sus elementos.

 

  Si supieras también como la Santísima Virgen que te ama, pobre afligida, siempre interviene  en lo que es útil a tu salvación, si supieras como ella ha obtenido de Jesús que mirase tus debilidades con comprensión y que esta cruz, sin la cual no podrías salvarte quizás, fuera menos dura, menos larga, menos pesada que lo que debieras realmente portar.

  (Leyenda antigua, siglo XIX o anterior)

 

 

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