DE CRISTO O DEL MUNDO
PRESENTACIÓN DEL LIBRO DEL PADRE JOSÉ MARIA IRABURU
Queremos mostrarles algunos párrafos del libro del Padre Iraburu: "De Cristo o del Mundo", escrito el año 1997. Tenemos a vuestra disposición en "Nuestra Biblioteca", el libro completo en una versión pdf preparada especialmente para ustedes.
Con un lenguaje franco, confrontacional y a veces polémico, este Padre que se ha paseado por Talca, Paris y Londres nos hace reflexionar sobre Cristo y el Mundo. El autor se pregunta: ¿Qué tienen que dar los cristianos al mundo cuando ya no viven según el Evangelio, sino según el mundo?
Libro muy recomendable.
Aquí algunos párrafos sueltos.
Cristianos no-practicantes
Los cristianos mundanizados son muchas veces cristianos «no-practicantes». Con este patético eufemismo se alude a esos 70 ó 90 % de bautizados que habitualmente viven separados de la eucaristía y de la vida de la Iglesia. Son tantos que, con toda naturalidad, un libro litúrgico, el Libro de la Sede, ruega en las preces por esa «multitud incontable de los bautizados que viven al margen de la Iglesia» (Secretariado Nal. Liturgia, 1983, común de pastores).
Cuando San Agustín glosa el texto bíblico «mis ovejas
se dispersaron por toda la tierra» (Ez 34,6), interpreta: «son las ovejas que
apetecen las cosas terrenas y, porque aman y están prendadas de las cosas que el
mundo estima, se niegan a morir, para que su vida quede escondida en Cristo [Col
3,3]» (Sermón 46,18).
Estos cristianos no-practicantes entienden, al parecer, que
es posible un cristianismo que no sea eclesial y eucarístico. Calificar, sin
embargo, de «cristianos» a personas que habitualmente no tienen contacto con
Cristo-Palabra, con Cristo-Pan, con Cristo-Cuerpo místico, no parece que tenga
mucho sentido. Por lo demás, los párrocos son cada vez más conscientes de que la
práctica de los sacramentos en esta masa innumerable de pseudocristianos, sobre
todo confirmaciones, comuniones, matrimonios, no podrá continuarse
indefinidamente, si no es con innumerables sacrilegios.
Los religiosos
En los países cristianos ricos, la mundanización secularizadora ha causado sus
más espectaculares estragos entre los religiosos, pues ellos son precisamente
quienes habrían de caracterizarse, entre otras cosas, por su «renuncia al mundo»
(Vat.II: LG 44c; 46b; PC 5a). Por eso, de tal modo disminuyen las vocaciones y
se multiplican las secularizaciones, existenciales o canónicas, que en no pocos
lugares la vida religiosa está en trance de extinción completa. Y es que,
necesariamente, allí donde no se quiere de verdad renunciar al mundo, la vida
religiosa no se elige, o si ya se eligió, una de dos, o se abandona o se
falsifica.
Los monjes, frailes y religiosos fieles a su vocación, que en su acción
misionera protagonizaron durante siglos la historia de la Iglesia, libres del
mundo y muy distintos de él, protagonizaron también la historia del mundo,
marcándolo profundamente con el Evangelio de Cristo. Fueron los monjes quienes
dieron alma a los pueblos de Europa, y configuraron su mentalidad y sus
costumbres, y a veces hasta su geografía rural y urbana. Fueron los religiosos
los que hicieron lo mismo en la América hispana. Y también hoy los religiosos
más fieles a su vocación son vanguardias admirables en la actividad misionera y
caritativa de la Iglesia.
Por el contrario, en contraste histórico clamoroso, aquellos religiosos actuales
que están más secularizados en su mente y estilo de vida son los que hoy
resultan al mundo más insignificantes: son «sal desvirtuada, que los hombres
pisan» (+Mt 5,13). Tendrán que elegir: o recuperar su poderosa tradición
vivificante o desaparecer (+Nota 3).
Apocalipsis de Jesucristo
En las páginas anteriores he aludido varias veces al Apocalipsis del apóstol San
Juan, y es hora de que nos ocupemos más detenidamente de él, pues nos da muy
altas revelaciones sobre la suerte de las Iglesias en el mundo. Este libro, en
efecto, al mismo tiempo que una profecía, es una teología de la historia, y no
hay otro en el Nuevo Testamento que más claramente revele cómo los cristianos se
perfeccionan sufriendo al mundo con fidelidad y paciencia. En efecto, el
verdadero pueblo cristiano puede decir aquello del apóstol San Pablo: «el mundo
está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).
Compuesto a fines del siglo I, el libro de la Revelación de Jesucristo fue
escrito, en efecto, para confortar y animar a las Iglesias primeras, que ya
estaban padeciendo los primeros zarpazos de la Bestia imperial romana, y que aún
habían de sufrir persecuciones mayores. Ahora bien, siendo así que el mundo
perseguirá siempre a la Iglesia, según asegura Jesucristo (Mt 5,11-12; Jn
15,18-21), es claro que el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en
las pruebas de la historia a todas las Iglesias del presente y del futuro,
también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18).
«El Apocalipsis es claramente un Evangelio», «un quinto Evangelio» (Charlier II,131.
224), una buena noticia que da a los cristianos perseguidos Juan, «vuestro
hermano y compañero de la tribulación, del reino y de la paciencia, en Jesús» (Ap
1,9). Por eso las bienaventuranzas jalonan este maravilloso texto revelado.
Son dichosos los que leen y guardan las palabras de este libro (1,3; 22,7), los
que permanecen vigilantes y puros (16,15), los que mueren por el Señor (14,13),
los que son invitados a las bodas del Cordero (19,9), y así entran en la Ciudad
celeste con vestiduras limpias, para gozar ya siempre del árbol de la vida
(22,14).
Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación,
sus revelaciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora
de situarse en el mundo según la fe, buscando la perfección evangélica. Las
resumo: Desde la victoria de la Cruz, hay una oposición permanente y durísima
entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bestia mundana, a la
que ha sido dado poder para perseguir en el siglo a la descendencia de la Mujer
coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apoderarse de los cristianos
el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la
paciencia, guardan su testimonio, si es preciso con sangre.
Ése es el mensaje del «Apocalipsis de Jesucristo».
Urgente necesidad de elegir entre Cristo y la Bestia
Hay que elegir. Hay que elegir ya. No podemos seguir como ahora indefinidamente.
La apostasía práctica no debe seguir encubierta, ignorada hasta por los mismos
apóstatas. A los cristianos que en vano renunciaron en el bautismo «a Satanás y
a sus seducciones» mundanas, hay que mostrarles la imposibilidad de seguir
haciendo círculos cuadrados. No pueden seguir tantos bautizados en una situación
de adulterio crónico: o guardan fidelidad a Cristo Esposo o se amanceban
abiertamente con la Bestia mundana. O son de Cristo o son del mundo.
En la predicación y en la acción pastoral, en modos provocativos, hay que
agarrar ya a los cristianos por su conciencia y sacudirles, hasta ponerles en
crisis. Así lo hicieron siempre los profetas, así lo hicieron Cristo y los
apóstoles. No podemos seguir dando culto a Dios y a las riquezas (Lc 16,13), no
podemos beber de la copa del Señor y de la copa de los demonios (1Cor 10,20).
Hemos de elegir entre servir al mundo o al Reino. Ser del mundo o ser de Cristo.
Sin más demora, hay que optar ya entre seguir a Cristo, en la fe y la paciencia,
o seguir maravillados a la Bestia secular.
Santidad en el mundo
En la Introducción recordábamos que los tres enemigos de la obra de Dios en el
hombre son mundo, carne y demonio. Y que en esta lucha, la ventaja del religioso
sobre el laico venía principalmente en referencia al mundo, del que se ha
liberado por una renuncia no sólo interna, sino, en no pocos aspectos, también
externa.
Ahora bien, cuando un cristiano busca la santidad en la vida laical, no deja el
mundo, pues sigue teniendo familia, casa y trabajos. Y en seguida halla
resistencias en su ambiente, y quizá las más peligrosas las encuentre «en los de
su propia casa» (Mt 10,36; +Miq 7,6).
No tiene a veces en esa búsqueda de la santidad compañeros de marcha, ni tampoco
un camino ya trazado por el que avanzar, sino que muchas veces ha de ir adelante
como un explorador que se abre camino en la selva con su machete. En cualquier
momento puede sufrir y sufre graves tentaciones, acometidas violentas de alguna
fiera o continuos ataques de mosquitos capaces de enfermarle con su picadura...
¿Cómo podrá avanzar, en tales circunstancias, hacia la perfección evangélica, es
decir, hasta el perfecto amor de Dios y del prójimo? Que podrá avanzar es algo
cierto, pues está eficazmente llamado por Dios a la perfecta santidad. ¿Pero
cómo podrá hacerlo? ¿Cómo actuará en él la gracia del Salvador?
En realidad, los laicos cristianos que pretenden sinceramente la santidad en el
mundo han de vivir un éxodo heroico que, sin dejar el mundo, va a permitirles
salir de Egipto, adentrarse en el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. El
mismo Cristo que vence al mundo en los religiosos, asistiéndoles con su gracia
para que «no lo tengan», es el que con su gracia va a asistir a los laicos para
que «lo tengan como si no lo tuviesen». Y no es fácil decir cuál de las dos
maravillas de gracia es más admirable. Crucificados con el mundo.
Cuando un cristiano laico busca de verdad la santidad, viviendo en el mundo - en
un mundo muchas veces de infieles, más aún, de apóstatas, que es peor -, no podrá
menos de hacer suyas las palabras de San Pablo: «el mundo está crucificado para
mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).
¡Qué persecuciones tan terribles viven los laicos que en el mundo buscan la
santidad! Son realmente mártires de Cristo, pues «todos los que aspiran a vivir
piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2Tim 3,12). Se diría que
éstas son aún más duras e insidiosas, al menos en ciertos aspectos, que las que
han de sufrir sacerdotes y religiosos. La búsqueda de la santidad encuentra en
el mundo persecuciones muy especiales, que no se dan en el monasterio o en la
vida religiosa.
Por eso, cuando algunos autores actuales intentan caracterizar la vida religiosa
por el radicalismo de sus opciones evangélicas (J.M.R. Tillard, T. Matura, etc.
+Nota 3), aunque haya parte de verdad en lo que dicen, no acaban de
convencernos. La radicalidad evangélica, que lleva a actitudes tantas veces
heroicas, pertenece tanto a los laicos que buscan la perfección en el mundo,
como a los religiosos que la buscan renunciando a él y consagrándose
inmediatamente al Reino.
Mártires de Cristo precisamente por su inmersión en el mundo secular, en el que
buscan la santidad. No sufrirían esos martirios si renunciaran a la vida
perfecta, y se conciliaran, aunque sea un poco, con el mundo, haciéndole
concesiones ilícitas. Y tampoco los sufrirían, al menos del mismo modo, si
vivieran en un monasterio o en un convento de vida apostólica. Son mártires
laicos, porque en el mundo «guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesús», sin permitir que la Bestia ponga su sello en sus frentes o
en sus manos (Ap 12,17; +13,15-17). Siendo las primicias de la Nueva Creación, y
estando aquí abajo «como forasteros y peregrinos» (1Pe 2,11), Dios les ha
asignado «el último lugar, como condenados a muerte, puestos a modo de
espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres» (1Cor 4,9).
¡Y qué espectáculo el de los cristianos que tienden a la santidad en el mundo!
¡Qué milagro permanente del Salvador de los hombres! Es algo tan prodigioso como
la santificación de aquéllos a quienes Dios ha concedido dejar la vida del
mundo. Ellos son como aquellos tres jóvenes que fueron arrojados al horno
ardiente: «el ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus
compañeros, y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior
del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco. Y el fuego no los
tocaba absolutamente, ni los afligía ni les causaba molestia. Entonces los tres
a una voz alabaron y glorificaron y bendijeron a Dios en el horno: "Bendito
seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los
siglos"» (Dan 3,49-52).
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